martes, 31 de marzo de 2009

Sobre un violín

En el parque del Conde polaco Palowsky se encontró una mañana el elegante cadáver de un joven que se había suicidado con una pistola de una solitaria bala. En una mano sostenía un mechón de cabellos rubios (que por cuestiones del rigor mortis no era fácil sacárselo), mientras que a su costado, reposaba un violín inocente, que nada tenía que ver con el asunto.

Vale decir que el joven hallado en el jardín privado del Conde polaco Palowsky, era aficionado a la música, pero eso no quiere decir que fuera excelente violinista.

La hija del Conde antes mencionado, poseía una cabellera rubia...

No le quedó remedio (otra qué hacerle) que enterrar a su amante suicida en un cercano bosque de encinas, y forrando el violín con una venda, lo colgó al lado del retrato al óleo de su difunta madre. Un año más tarde la bella condesita falleció.


El violín (que fue un testigo mudo en su momento), fue a caer a las manos de los hermanitos menores de la joven, que lo utilizaron para jugar. Niños éstos, no supieron valorar lo que tenían entre manos: muy pronto el mango quedó roto, y las dulces criaturas utilizaron el resto como si de un trineo se tratara.

Un pobre músico ambulante, medio muerto de hambre y de frío por lo que el invierno ya arreciaba, recibió como limosna un poco de alimento y los restos que quedaban del violín.

En el pueblo cercano los hizo componer por un carpintero, y abandonando otro instrumento musical del cual se servía para implorar caridad, siguió mendigando con el repuesto violín.

Cerca de Viena, un hotelero se lo compró en 40 Kreutzer (o lo que fuera la moneda que se manejaba en ese lugar y en ese entonces), suma que el mendigo le debía por alojamiento y alimentos que no podía pagar.




El hotelero cedió el violín a un aprendiz de «luthier» o hacedor de instrumentos musicales, por el mismo precio que se lo "arrebató" al mendigo. A su vez, el aprendiz se lo vendió a su patrón por 5 florines (o cual era una ganga en ese entonces). El «luthier» de veras, después de una buena reparación, lo vendió al Conde Kraust-Kraust, quien era secretario de una Legación (vete tú a saber qué rayos era eso), y que lo adquirió por la suma de 250 ducados (esto ya era valorizar un pobre violín).

Este último propietario llevó consigo este instrumento a Madrid, donde había sido nombrado secretario de una embajada. Allí conoció y se enamoró pérdidamente de una cantante italiana, que a cambio de sus "favores" (ejem, los horizontales, se entiende), le pidió el violín. Después de alguna indecisión, pues lo apreciaba mucho, tonto él, se lo envió una tarde, con una tarjeta invitándola a cenar después de la función que daría ella, la cantante.

Pero esa misma noche, ella partió para Nápoles, en compañía del músico Donelli, del cual era la amante de verdad, sin que el Conde lo supiera. Donelli que había preparado todo ese plan, era director de la banda de música de un regimiento italiano, con el cual partió para Rusia, en 1812. En esa campaña, casi todo el ejército fue destruido y sus equipajes cayeron en poder de los cosacos (que eran unos rusos que fumaban como chinos y tomaban vodka... como cosacos).

Uno de ellos se llevó el violín a Moscú, donde lo vendió a un amigo carpintero por la suma de un rublo de plata (cambia la moneda según cambia la geografía). Este carpintero, viendo que el instrumento era viejo (más que viejo, maltratado por los constantes cambios de dueños), pensó rejuvenecerlo aplicándole una mano de barniz roja (lo cual era secreto a voces, pero al parecer el barniz tenía un ingrediente único: algunas gotas de sangre de una doncella virgen).

Cuando el carpintero se trasladó a su país natal, Breslau, en un momento de necesidad y angustia lo vendió a un «luthier» por dos talers, que era otra moneda que se manejaba en Breslau. Paradógicamente, dicho «luthier» era aquel aprendiz de Viena, que se había establecido ahora por su cuenta. Así que no sólo cambiaban de manos el violín, sino que pasaban los años también.

No podía quedarse tranquilo el aprendiz (ahora «luthier» de renombre) y repitió exactamente lo mismo que hizo en el pasado: volvió a venderle a su antiguo maestro por la suma de 200 talers.

El Conde Kraust-Kraust, que en esta fecha estaba en Londres, fue informado del paradero del violín que alguna vez lo tuvo entre sus manos, y volvió a comprarlo por 250 ducados, como si los años no hubieran pasado en vano y se volvían a repetirse de una manera cíclica los hechos (salvo el hecho de enamorarse y dejar por estupidez romántica un violín a una sinvergüenza italiana).

Dos años más tarde, hallándose en Florencia el Conde Kraust-Kraust, se encontró con Niccolo Paganini, el eximio y virtuoso maestro violinista que como él, nunca hubo antes ni después quien llegara a su nivel. Paganini, inmediatamente al ver el violín del Conde Kraust-Kraust, le ofreció la misma cantidad de lo que pagó en vida el Conde (250 ducados más 250 ducados, dan 500 ducados de saldo). Pero el Conde, entusiasmado por el arte del mago del violín, ya que le permitió que ejecutara algunas de sus brillantes y destacadas piezas, se lo regaló.

Ése era el violín que una noche, muchos años atrás, Paganini jugando a las apuestas en Liorna, lo perdió después de haber dejado sobre el tapete todo su dinero. El suicida al comienzo de este relato-anecdotario, era precisamente, un joven no identificado que le había ganado la apuesta, y que se fue a la tumba, con un mechón de pelo rubio y con un violín a su costado.


Hasta el siguiente post.

Murnaú y familia.

(Con aportaciones de datos de Rodolfo Barbacci, de su libro '1550 anécdotas musicales').

domingo, 15 de marzo de 2009

Mi útero y yo

Lo que al principio fue una molestia dentro de mí, con el tiempo, fue creciendo como si fuera un tumor. Fui donde un gastroenterólogo, una shamana y hasta un nutricionista. Me derivaron hacia otro tipo de médico especializado. Mira que yo, sin ser mujer, me incliné a visitar a las finales, a un ginecólogo, para que me dijera qué rayos era lo que tenía dentro de mí (total, era un pariente mio, y aparte que la consulta me salía gratis, era para evitar un tremendo roche).

Me asusté con su diagnóstico: "tienes un útero dentro de tí".

Yo me quedé helado. No podía creerlo.

"Esto es muy raro -prosiguió el buen hombre- nunca me había topado con un caso tan extravagante, como el tuyo". Y yo, por dentro hacía ¡saz!, ¡crash! y ¡bum! Algo se había fragmentado dentro de mí.

Conforme pasaron los días, el útero había crecido tanto, que por su forma rara parecida a la de un toro bicorne, había superado su aparición sobre mi pelvis. Que conste que soy un machito, pero esto era sumamente deprimente para un varón.

Un amigo juguetón, me sugirió que por qué me entristecía tanto, ante un mal rarísimo de esta naturaleza, sino que todo lo contrario: podría cacharme (SIC) a mí mismo y ahorrarme unas voladas de cometa. Después de ese comentario desagradable, perdí su amistad y nunca más supe de él.

Aunque pensando en bizarro (para este tipo de situaciones era aplicable), eso de cogerme a mi mismo podía darse siempre y cuando el diagnóstico, dentro de veinte días del mismo ginecólogo (me pidió la exclusiva para él, a costa de tener consultas gratis y diagnósticos conforme evolucione esto, que me intriga incluso a mí), me dijera que el útero se asentara dentro de mi cuerpo y quizás apareciera una forma desconfigurada al comienzo de una vagina con sus labios. Por el momento manejábamos la teoría de un útero flotante. Quién iba a saber en ese entonces. Por ese entonces, luego de cada consulta conmigo, el ginecólogo redactaba con brillante pasión lo que sería una historia clínica publicable y digno de ser un 'best seller' en el ámbito académico médico.

Veinte días después, me dí con la sorpresa que era un útero flotante y jodido. Me empezó a doler toda la pelvis y andaba como loca histérica brava sin Ponstans (o similares) encima y me daban unos cólicos insoportables que ni te cuento. Ni el té de orégano ni otros emeagogos me sirvieron para lidiar con esta porquería rara que se manifestaba cada vez más en mi cuerpo.

Fue un lunes y ni bien salí disparado de mi cama, semidespierto, porque sentí algo húmedo entre las piernas, y me dije: "Opps, ¡rompí la fuente!". Recapacitando del sueño, lo que yo tenía era un útero, no un bebé a punto de salir. Prácticamente le agarré pánico escénico cuando ví lo que ví. Era que el útero parecía tener vida propia y músculos para arrastrarse por sí mismo. Lo raro era que se adhirió a mi pierna izquierda, como si de una sanguijuela se tratara.

Después de eso, decidí no salir a la calle por temor a que me gritaran 'transexual' o tantas otras tonterías hirientes a mi persona. Los pocos que me llegaron a ver en ese estado horrible, se asombraron al ver un útero en su real dimensión, cerca de mi rodilla. Alguna prima mordaz me preguntó si le había puesto nombre a esa protuberancia femenina, como si de un peluche se tratara. Si no le constesté, era para no mandarla a la mierda, sencillamente.

Caminaba con dificultad por toda la casa, y no por alguna dolencia física, sino por la vergüenza de tener que andar con una cosa así. Porque es rarísimo. ¿Qué hombre, entre los varios millones que habitan este planeta, le toca sacarse en suerte, un mal premio de esta naturaleza cruel y burlona? Porque si bien la finalidad de una mujer para un hombre de aspectos similares a Giovanni Casanova era un útero, esto era una forma directa de vivir una pesadilla y aborrecer a las mujeres de hoy en adelante. Un útero... en ese entonces daba mi vida porque me sacaran ese útero de mi cuerpo, de mi existencia, ¡¡¡por dios!!! ¡¡¡Por dios y por el útero!!!

Antes salía con chicas. Ahora no lo hago. Si no, qué roche. Supongamos que salgo... ni bien me le acerco a ella, es capaz de gritarme "Aléjate de mi presencia" o la clásica "¿Qué mierda estás trayendo entre las piernas?"

Para responder algo así, con ingenio mediante y con cara de Bogart, no me uedaba otra que decirle: "ahh, ¿eso? es algo que me regalaron el otro día".

Un hecho impactante para mí fue el episodio que siguió. Cuando vino el ginecólogo con unos estudios, me reveló lo siguiente: "hemos descubierto algo con respecto de tu útero que te traes en la pierna. Al parecer, alguien te ha violado y te ha dejado eso como prenda de que has sido preñado... desconocemos si por un él, o una ella, que es lo más evidente. (Me abrumaba que hablara en plural, como si ya fuera cosa pública). Dime, ¿tienes algún enemigo o enemiga que te quería hacer demasiado daño, como para dejarte sembrado un útero flotante?"

Me puse a pensar... recordé a una chica que a las finales todo se acabó por culpa de unas velas de mierda, que nunca prendieron, pero no era para que me guardara rencor de esa manera. Mucho menos la segunda, que era la movidita, que sólo quería un 'lapsus temporal' mientras que yo no le entraba a esas cosas sin protección. No, la verdad que no le encontré sentido alguno... ¿Y dices que ha sido posible por fruto de una violación hacia mí?

"Es posible", me dijo el ginecólogo, acompañado de un médico legista amigo suyo. El legista quiso hablar, se le cedió la palabra: "es posible que en alguna ocasión a usted lo durmieran, razón poderosa por el cual no sintiera nada, ni la más leve hinchazón, salvo cuando empezaron las manifestaciones propias de ese útero flotante".

Claro, asentí. Era lo evidente. No recuerdo la verdad cuándo fue el preciso momento en que empezó todo. Siguió el medico legista.

"Una vez que hemos agotado todas las posibilidades hipotéticas sobre cómo pudo aparecer un útero viviendo dentro de tí, de manera independiente, siempre nos queda el lado fantasioso para sospechar con mayor fuerza. Si es que mis pronósticos no están mal, y eso lo sabremos dentro de dos semanas, según la muestra que derivé a un laboratorio especializado de Canadá, todo dependiendo de lo que muestren los resultados... es que quizás..."

Yo angustiado que no lo dejaba de mirar, y el ginecólogo que le instaba a que acabara su idea, en medio de un clima de conciliábulo clandestino y harto de suspense, el médico legista puntualizó lo siguiente: "quizás a usted lo han abducido una noche de farra sin que se diera cuenta, quizás dormido, y he ahí el detalle, de que le hayan inoculado o inyectado aquel feto deforme consistente en sólo un útero flotante y con vida propia". ¿Abducido, -le pregunté-? ¿Abducido por quién?

Nos miramos ginecólogo, legista y paciente. El miedo se sentía en el ambiente. Fue el ginecólogo, a pesar de que iba contra sus creencias, quien dilapidó como a quien lo empujan desde el borde de un precipicio: "los extraterrestres, los extraterrestres, aquellos seres a los que persigues desde siempre con tus historias de Roswell y el Area 51".

Nuevamente un ¡saz!, ¡crash! y ¡bum! Algo se había fragmentado, doblemente dentro de mí.

Y empecé a odiar la vida y la muerte. Odié la cama en la que estaba recostado, odié los medicamentos que me administraba el ginecólogo pero que no surtían efectos en cuanto a vergüenza anímica y dolores del parto que te parto, odié a la primera chica, la de la velas de mierda, a la segunda por ser tan perra, a los hijos de su madre de los extraterrestres que fueran tan maricas para insertarme un útero como si fuera un gato regalado y que ahora, al parecer, se me está desprendiendo de mi cuerpo, odié a ese remaldito útero, que es propiedad de las mujeres, y no de mí, un completo asexuado traumado por sus relaciones anteriores y sin ganas de saber de hijos, trabajo, mujeres ni sexo, porque el sexo es asqueroso, como sabrán ustedes.

Ayer por la tarde se fue el útero. Me dejó solo, pero con una pequeña cicatriz en la pierna, como si ella misma, o eso mismo, hubiera querido dejar una huella profunda en mí. ¡¡¡Maldito útero!!!

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UNO: Quién iba a pensarlo.
DOS: Ni modo, parece una historia completamente sacada de un absurdo absurdaem.
UNO: En fin, hay que atenernos a la reacción de los lectores.
DOS: Eso, exactamente eso...

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P.D. Hasta el próximo post que viene.